¿Se puede aprender a ser artista?

¿Se puede aprender a ser artista?

Autor: 
Vía Jotdown | Marzo 2017

Artículo recomendado por Cindy Elizondo, colaboradora de Costa Rica para Replicación de Arttextum

Tenemos una imagen del artista. Y es una imagen de la que es difícil escapar, muy formada, fija, casi cincelada en mármol: el artista es una persona solitaria y ensimismada en su investigación y su trabajo. Una persona con un talento especial, un don recibido por los hados o las musas y que manifiesta desde la infancia más temprana. Alguien destinado, predestinado al arte.

¿Pues saben una cosa? Esa imagen es más falsa que un Velázquez comprado en el Retiro. Sí, es cierto que un creador puede tener aptitudes más o menos naturales. Una sensibilidad más enfocada o una predisposición a observar e interpretar el mundo, pero lo más probable es que no tenga nada que ver con infusiones divinas, sino con la educación, lo familiar o lo ambiental. Incluso algo tan intangible, tan aparentemente hermético como el genio, también se puede aprender. Y enseñar.

El propio Diego Velázquez no emergió de una marmita de gracia artística. Su talento ya se apreciaba en la infancia, sí, pero nunca como un encapsulado prodigio. A Velázquez le enseñaron. Le enseñaron el «arte bien y cumplidamente según como vos lo sabéis sin encubrir de él cosa alguna.» Así rezaba parte del contrato que su padre, Juan Rodríguez de Silva, firmó con el pintor sevillano Francisco Pacheco. Diego tenía once años y aprendió, ya lo creo que aprendió. Aprendió a moler los colores, a decantar los barnices y a tensar los lienzos. Y aprendió a dibujar, porque Pacheco, que más tarde se convertiría en su suegro, no era un gran pintor pero era un excelente dibujante a lápiz y a carbón. Velázquez aprendió a delimitar contornos, a usar las sombras y a generar expresiones. En cien estudios y retratos, Diego aprendió todo lo que pudo, todo lo que Pacheco sabía sin ocultarle ninguna cosa. Y cuando ya no tuvo más que aprender, aprendió a buscar su propio camino. Aprendió a ir más allá. Aprendió a pintar lo que no existía en el lienzo ni en la figura. Lo que había en el medio. Aprendió a pintar el aire.

Sueño de San José, Francisco Pacheco, 1617 y Adoración de los Magos, Diego Velázquez, 1619.
Sueño de San José, Francisco Pacheco, 1617 y Adoración de los Magos, Diego Velázquez, 1619.

La arquitectura es la disciplina artística menos artística de todas, sobre todo desde la eclosión del Movimiento Moderno a principios del siglo XX. La arquitectura siempre responde a un programa y a una función porque siempre debe cumplir la función y el programa para los que ha sido concebida. Y además debe ser sólida, consistente y resistente; literalmente, no como característica conceptual. Los edificios tienen que mantenerse en pie. La arquitectura es el arte más profesional de todos porque debe cumplir la utilitas y la firmitas vitruvianas. Pero, ¿y la venustas? ¿Y la belleza? ¿Se puede enseñar la belleza arquitectónica?

Eduardo Souto de Moura nació en Oporto en 1959. Su padre, José Alberto, era cirujano oftalmólogo y de él aprendió la exactitud y la precisión. De su madre, Maria Teresa Ramos, aprendió la dedicación y el trabajo constante. Maria Teresa era ama de casa. Souto de Moura estudió en la Escola Superior de Belas Artes de Porto antes de que se convirtiese en Facultad de Arquitectura. La arquitectura era una de las bellas artes y allí aprendió a que sus edificios fuesen útiles, fuesen firmes y también a que fuesen bellos. Aunque aún no tenía del todo claro dónde estaba la belleza en la arquitectura. Aún sin terminar la carrera, trabajó durante cinco años en el estudio de Álvaro Siza Vieira, el gran maestro de la arquitectura portuguesa. De Siza aprendió el respeto por el contexto, por el lugar y por el tiempo. Aprendió que los edificios pertenecían a una tradición material e incluso simbólica, a veces transnacional y a veces vernácula. Allí comprendió que la belleza de la arquitectura no se podía aislar, sino que se conformaba por un agregado poliédrico de múltiples características interconectadas e interrelacionadas. Que todo contribuía a generarla. La belleza era imposible sin exactitud y precisión, sin dedicación y trabajo continuo, sin utilidad y resistencia, sin comprensión del tiempo, el lugar y el mundo. Quizá nunca supere a su maestro, pero de él también aprendió a volar libre, porque fue el propio Siza quien insistió una y otra vez en que abriese su propio despacho. Y así lo hizo en 1980, al poco de licenciarse. Eduardo Souto de Moura fue galardonado con el Premio Pritzker en 2011. Álvaro Siza lo había recibido en 1992.

A veces, el aprendizaje no es vernáculo sino exterior. Y eso pasa en cualquier disciplina, también en el arte.

Cristina Iglesias comenzó la carrera de Ciencias Químicas pero la abandonó enseguida para estudiar arte. Seguramente algo tendría que ver con la pequeña nube noosférica que sobrevolaba su familia y que hizo que todos los hermanos —los cinco— acabasen dedicados a profesiones creativas: desde el compositor Alberto hasta la escritora y guionista Lourdes. Cuando ya había cumplido veinte años, Cristina abandonó su Donostia natal para aprender dibujo y cerámica en Barcelona. Allí descubrió la escultura y el barro: «Me interesaba ese material moldeable al que podía añadir color.» Pero Iglesias quería buscar nuevos lenguajes que no podía encontrar en Barcelona. Así que, en 1980, se marchó a Londres, a la Chelsea School of Art. En la capital británica todo era distinto, era más abierto, menos atado al clasicismo o al academicismo. Surgía la new british sculpture y surgían figuras como Tony Cragg, Richard Wentworth o Anish Kapoor.

Cloud Gate de Anish Kapoor, instalada en Chicago en 2004 y las puertas de la ampliación Museo del Prado de Madrid, obra de Cristina Iglesias de 2007. Fotografías: Steve Wright Jr. y Jacinta Lluch Valero (CC)
Cloud Gate de Anish Kapoor, instalada en Chicago en 2004 y las puertas de la ampliación Museo del Prado de Madrid, obra de Cristina Iglesias de 2007. Fotografías: Steve Wright Jr. y Jacinta Lluch Valero (CC)

Cristina Iglesias aprendió de todos ellos. De Kragg aprendió la articulación sinuosa, de Wentworth aprendió la yuxtaposición de materiales y elementos que no suelen estar juntos, de Kapoor aprendió la distorsionada reflexión de la luz. Y no les hizo caso a ninguno de ellos. Por eso, cuando recibió el Premio Nacional de Artes Plásticas en 1999, nadie pudo encontrar influencias directas en sus superficies rugosas y matéricas o en sus intrincadas celosías. Porque Iglesias siempre quiso trabajar en el lateral de la corriente. Y quizá fue ese su mayor aprendizaje: que la verdadera enseñanza reside en el pensamiento, no en la imitación.

Y también hay casos en los que no se aprende de maestros y ni siquiera de colegas de disciplina; se aprende de coetáneos y de amigos. Se aprende de un ambiente generacional. Y todos aprenden de todos.

Cuando llegó a Madrid a los dieciocho años, Pedro Almodóvar no llevaba una maleta de cartón, sino el maletín de maquillaje de Patty Diphusa. En La Mancha de su infancia había aprendido que no quería saber nada de La Mancha ni de su infancia, que no quería saber nada del mundo en el que había crecido. Quería un mundo distinto y quería contarlo en una pantalla y, aunque no pudo matricularse en la escuela de cine, le dio igual porque aprendería de todo lo demás. Y todo lo demás era, literalmente, todo. Almodóvar aprendió del aire nuevo y de las calles nuevas. Aprendió del porno, de la cultura y de la contracultura. De El Víbora y de Diario 16. Aprendió de Félix Rotaeta y de Carmen Maura y de Ana Curra y de Alaska y de Carlos Berlanga y de Fabio McNamara y de Alberto García-Alix. Todos amigos y todos coetáneos. Todos movidos en la Movida. Y todos aprendieron de él. Todos aprendieron a mearse delante de la cámara, a estar al borde de un ataque de nervios, a disfrutar de las grandes gangas y a mirarse el lado femenino.

Y todos se enseñaron y todos aprendieron a crecer y a entender el pasado. A entender que Madrid les pertenecía como les pertenecía México, León, El Escorial o Calzada de Calatrava. Y Almodóvar siguió aprendiendo, entre Óscars, Goyas, Césars, BAFTAs y Davides de Donatello. Entre el Premio Nacional de Cinematografía y el Premio Príncipe de Asturias aprendió incluso a Volver. También aprendió de Russ Meyer, de John Waters o de David Lynch, como lo había hecho de Fernando Colomo y de Alfonso Marsillach. Y ellos aprendieron de Almodóvar. Hasta ahora y desde el principio.

Desde el principio enseñan en la Escuela de Profesiones Artísticas SUR fundada por el Círculo de Bellas Artes y La Fábrica. Enseñan a aprender. Y a aprenderlo todo de todos. Allí no estará Velázquez, pero sí estará Souto de Moura, Iglesias, Almodóvar y García-Alix. Como estará Luis de Pablo, Oscar Mariné o Eduardo Arroyo. Y también estarán alumnos de todas las edades y procedencias de los que aprender y a los que enseñar. Aprender y enseñar a mezclar colores, a absorber influencias de todos lados, a contemplar el contexto y el tiempo y el lugar, a mirar y a volver o a pensar sin imitar. En definitiva, a querer ser artista. A querer al arte.

Sí, quizá para ser artista solo necesitamos proponérnoslo. Y dejar que nos enseñen.

Imagen de portada: Ana María González, Medellín, Colombia, veintitrés años. Artista plástica. Alumna de SUR. Foto: Luis de las Alas

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